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A 40 años de su desaparición, identifican el cuerpo hallado junto a la casa que alquiló Cerati

La caída de una medianera reveló una verdad oculta durante cuatro décadas: los restos enterrados pertenecen a Diego, un adolescente desaparecido en 1984.



El 26 de julio de 1984 fue la última vez que alguien vio con vida a Diego, un joven de 16 años que vivía con su familia en Belgrano. Ese día, vestido con su uniforme escolar, salió rumbo a la ENET N° 36 y nunca más regresó. Su historia quedó congelada en panfletos, trámites estancados y recortes de revista que su familia atesoró como únicas pistas. Hasta ahora.

Cuarenta años después, el derrumbe de una pared en una obra en el barrio de Coghlan expuso lo que nadie esperaba: restos humanos enterrados a apenas 60 centímetros de profundidad. Fue el 20 de mayo de 2025, en una propiedad de avenida Congreso 3742, lindera al terreno donde vivió Gustavo Cerati, quien alquiló la casa vecina entre 2002 y 2003. El hallazgo no solo llamó la atención por su crudeza, sino también por la coincidencia geográfica con la figura del exlíder de Soda Stereo.

Detrás del impacto mediático, el trabajo silencioso del fiscal Martín López Perrando permitió empezar a reconstruir un rompecabezas abandonado. Un sobrino de Diego, al ver las noticias, relacionó detalles: edad, vestimenta y objetos encontrados en la escena. Fue el Equipo Argentino de Antropología Forense quien, mediante una prueba de ADN, confirmó la identidad de los restos: era Diego.

El cuerpo mostraba signos de violencia: una puñalada en la cuarta costilla derecha y cortes fallidos en brazos y piernas, hechos con un objeto similar a un serrucho. Fue enterrado con apuro, como si la urgencia le ganara a la culpa. Junto a los huesos se encontraron una suela, un corbatín escolar, un reloj Casio, un llavero con una llave, y una moneda japonesa que los jóvenes usaban como amuleto.

Desde un inicio, la policía descartó la hipótesis de un crimen. La denuncia de los padres fue archivada bajo la etiqueta de “fuga de hogar”. Diego simplemente “se había ido con una mina”, dijeron. Y con ese estigma convivió su familia, que nunca dejó de buscarlo. “¿Qué quiere que investiguen si ya dan por sentado que él se fue?”, se preguntaba su padre, Juan Benigno, en una entrevista de 1986. Murió años después en un accidente de tránsito, sin haber tenido respuestas.

El cuarto de Diego permaneció intacto por décadas. Su madre recibió la noticia por boca de sus otros hijos, 40 años después de su desaparición. La fiscalía ahora buscará interrogar a los ocupantes del chalet en 1984: una mujer mayor y sus dos hijos, de apellido Graf. Aunque el crimen estaría prescripto, el objetivo es saber qué pasó, cómo murió Diego y por qué decidieron ocultarlo con tanta negligencia, como si creyeran que nunca iba a saberse.

El caso vuelve a poner en evidencia el desprecio institucional de una época en la que las desapariciones de jóvenes eran tratadas con desidia. La falta de seguimiento, la indiferencia judicial y policial, y los prejuicios que rodeaban a los adolescentes, sellaron el destino de una familia que nunca dejó de buscar.

“Nos quejamos, buscamos, fuimos a los medios, pero nadie investigó”, había dicho su padre. Hoy, cuatro décadas después, la verdad empieza a abrirse paso entre los escombros.

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